Elijo esta fotografía porque parece que soy yo, con la cabeza inclinada. Pero no soy yo.
Yo no quiero bajar la cabeza, a veces lo hice cuando estuve triste o decepcionada a lo largo de mi vida. Inclinarla hacia abajo, frotarme ligeramente la sien, e incluso llorar. Supongo que todo el mundo lo hace, bajar la cabeza cuando algo te vence.
Hoy no voy a hablar del tono azul de este día. Hoy no.
Voy a recordar algo, lo que sea, que me haga sonreír un poquito. Aunque sea así de lado. Aunque también dejo que salgan las lágrimas si quieren.
Me acuerdo de una escena. Mi mejor amiga durante la infancia era tres años mayor que yo, muy alta y protectora. Era prima mía, además. Montábamos puestos en la plaza (sin que nuestros padres se enterasen) con materiales que elaborábamos nosotras mismas como cuentos o recetarios para niños/as, ensayábamos bailes divertidos, preparábamos obras de teatro improvisadas y nos hacíamos los disfraces, jugábamos con Barbie y con mi mansión de Playmobil, jugábamos a la comba, al elástico, comíamos pipas con nuestras amigas en los bancos del parque relatándonos historias infinitas… Y siempre nos cuidábamos, siempre, no importaba el motivo, nos adorábamos incondicionalmente. Recuerdo que un día, a las dos se nos antojaron unas zapatillas idénticas, eran unas Victoria de dibujos, con el fondo azul eléctrico. Todas las tardes después de merendar, hablábamos de cuando podríamos tenerlas. Mi madre las buscó para nosotras, y un día encontró un par pero únicamente había de mi número. Recuerdo aquella expresión que puso. No quería decirme que estaba triste porque no había su número (era tan alta que probablemente aquellas zapatillas eran demasiado infantiles para el número que calzaba), pero lo estaba. Recuerdo que nos quedamos solas, sentadas en el bordillo de una acera. Me quité las zapatillas nuevas y se las di. Quería que se las quedase ella. Recuerdo que sonrió.
-No me entran, es imposible, son pequeñas.
-Da igual, inténtalo -dije.
Pero no le estaban bien.
Entonces decidí que yo tampoco las quería.
Y al final nos reímos aquella tarde, nos reímos tanto que retengo su cabecita rubia hacia atrás de la risa. Yo haciendo la tonta descalza (no importaba, ya estábamos en junio) y ella riéndose.
Recuerdo también lo que mi madre dijo, cuando subí a casa, recuerdo que le comentó a mi padre (sin saber que yo la escuchaba) mientras preparaban la cena:
-¡Qué buena es! ojalá que nadie la estropee nunca.
Yo no entendí aquello. Pero creo que ahora sí. Los adultos, o los niños cuando crecen, se estropean, nadie tiene la culpa, no hacen falta ogros ni brujas malvadas, con crecer es suficiente.
No sé cómo me sentiré si alguna vez tengo un hijo o una hija y compruebo cómo su inocencia o bondad innata se empaña conforme abandona la niñez. Supongo que me sentiré frustrada, pero me durará un rato, o unos días, después comprenderé que es inevitable y que aprenderán a ser felices de otro modo.
No sé si voy a seguir con este blog. Últimamente lo utilizo para contar nimiedades en mis días azules y tristes. Y no me gusta transmitir esto. No me gusta eso de inclinar la cabeza en señal de tristeza.
Aunque, ¿sabes qué? que creo haber tocando fondo y siento que sólo me queda subir a la superficie, y ya. Es como un huracán dentro de mí, invencible, que me eleva.